La estrategia de Estados Unidos
Retórica agresiva de Donald Trump con el petróleo como telón de fondo
4 de mayo
2020
04 mayo 2020
La tensión creciente de Estados Unidos con Irán y Venezuela apunta a revertir la violenta caída en los precios del crudo para reducir el impacto sobre la rentabilidad de los yacimientos estadounidenses.
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El panorama mundial muestra que Estados Unidos se ha consolidado como el epicentro indiscutido de la pandemia del covid-19. Al cierre del mes de abril, la gran potencia planetaria ha logrado superar el millón de infectados, explicando de esta manera más del 30% de los contagios registrados a escala global según datos oficiales. Si bien en cantidad de muertes el porcentaje es inferior (cerca de una cuarta parte del total), la cifra absoluta también supera ampliamente a la registrada por cualquier otro país del mundo. Esta dramática situación y la centralidad que detenta la posición estadounidense en la economía y política mundial nos conducen a poner especial énfasis en los interrogantes que se abren en esta coyuntura, llamada a convertirse en una verdadera bisagra histórica.

La inquietud más inmediata gira alrededor del potencial de las sucesivas medidas de estímulo fiscal y monetario aprobadas por el gobierno de Trump y la Reserva Federal desde principios de marzo. La economía estadounidense tuvo una caída de 4,8% en el primer trimestre del año (un ritmo recesivo que no se observaba desde la crisis de 2008) y se han acumulado unas 30 millones de solicitudes de seguro de desempleo entre fines de marzo y fines de abril, lo que llevaría la tasa de paro en torno al 20%. Esta avalancha de demandas fue paralela a la de las pequeñas y medianas empresas, que en la última semana de abril hicieron colapsar el sistema de solicitudes de apoyo financiero del gobierno federal en pocos minutos. El masivo paquete gubernamental parece así verse sobrepasado por las necesidades de un escenario de incertidumbre generalizada y de deterioro asociado a la propia crisis sanitaria, por lo que resulta poco probable la emergencia de un pronto repunte, sea éste basado en inversión, consumo o exportaciones. La cuestión, entonces, es cuán profunda y extensa terminará siendo la recesión y cuáles serán las condiciones productivas y sociales sobre las que apuntará a reconstruirse el país tras la debacle en marcha.

La futura trayectoria de la economía estadounidense se vincula, a su vez, con otros interrogantes de implicancias globales. En medio de una pandemia que ha tendido a aumentar las tensiones entre Estados nacionales (llegando incluso a episodios de piratería de cargamentos de material sanitario), el accionar del gobierno de Estados Unidos ha sido continuar agitando los frentes externos preexistentes. El fortalecimiento de la IV Flota en el Caribe con el argumento de contener el narcotráfico del gobierno venezolano, las nuevas amenazas a las posiciones iraníes y la culpabilización de China como lugar de origen del virus constituyen señales claras en ese sentido. Así, la combinación de deterioro económico interno y elevación del perfil externo brinda mayor legitimidad a la inquietud sobre la utilización del recurso a la guerra; desde la perspectiva de Trump, es evidente el abrupto agotamiento de un terreno donde venía acumulando apoyo popular y de la consecuente necesidad de seguir cosechando en otro potencialmente agotable si se lo abona sólo con amenazas.

Con todo, en los tres frentes mencionados hay también razones de peso para pensar en que las acciones bélicas no tendrán lugar, al menos hasta las elecciones de noviembre. En los casos de Irán y Venezuela, es posible que la recobrada retórica agresiva de Trump haya apuntado simplemente a revertir la violenta caída en los precios internacionales del petróleo para reducir los efectos destructivos en la rentabilidad de los yacimientos estadounidenses. Asimismo, la presencia militar rusa en tierras bolivarianas y la consolidada capacidad de retaliación de las fuerzas militares persas en Medio Oriente continúan constituyendo sólidos elementos disuasivos a una acción ofensiva estadounidense. Finalmente, la incertidumbre sobre los efectos inherente a todo inicio de una acción bélica y sobre la probabilidad de capitalizar sus logros antes de las elecciones presidenciales operan también a favor de la autocontención.

Por su importancia en sí misma, la rivalidad entre Estados Unidos y China amerita un análisis más minucioso. Trump esgrimió una hipótesis en dos partes: el covid-19 se habría filtrado desde un laboratorio de Wuhan (lo cual es incomprobable) y el gobierno de Xi Jinping desacreditó las alertas sobre la proliferación inicial (lo cual es verdadero). Sobre esta base y aduciendo la connivencia de la Organización Mundial de la Salud con las autoridades chinas, Trump anunció la finalización del financiamiento de su país al organismo. Apuntó así al doble objetivo de desviar la responsabilidad por la catástrofe sanitaria interna generada en gran medida por la inacción de su gobierno y reforzar su unilateralismo con otro hito que se suma al retiro del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, del Acuerdo de París y del Pacto de Acción Integral Conjunto (mal llamado “acuerdo con Irán”).

Pero como cualquier estrategia pretendidamente aislacionista que emane desde Washington, el America First enfrenta hoy los límites que le impuso el modo de globalización capitalista (muy favorable a las grandes empresas estadounidenses) desplegado desde hace medio siglo. Y la relación con China, es sabido, está en el núcleo de esos límites. En ese marco, la pregunta de la coyuntura pandémica no es sobre la efectividad que tenga la (ya de por sí limitada) Fase Uno del Acuerdo Económico firmada en diciembre, sino si existirá un nuevo compromiso bilateral que lo reemplace. En un contexto en el que el conflicto prevalece sobre la cooperación, este interrogante excede más que nunca a la mera calibración de disputas comerciales entre las dos principales economías del mundo; remite, fundamentalmente, al cauce que le darán ambos estados a las capacidades productivas, tecnológicas, financieras y militares acumuladas en cada caso.

En las últimas semanas se registraron un par de episodios que nos llevan a prefigurar evoluciones disímiles de esta relación. El primero de ellos fue la declaración del director del Consejo Nacional Económico de Estados Unidos, el asesor presidencial Larry Kudlow, quien sostuvo que a las empresas de ese país que estén radicadas en China se le deberían subsidiar los costos para que relocalicen sus instalaciones manufactureras en territorio norteamericano. El segundo fue la realización de ejercicios militares por parte de la armada estadounidense en el Mar de China Meridional, que incluyó el tránsito de parte de su flota por el Estrecho de Taiwán. Ambos sucesos ponen de relieve tensiones vigentes entre los dos países, pero su distinto tenor nos permite pensar en una iniciativa de Estados Unidos dirigida eminentemente al plano tecnológico-productivo, en un caso, y a una escalada del conflicto que se termine dirimiendo en el plano militar, en el otro. Pero en línea con lo ya expuesto, estos hechos deben ser contrapesados tanto con la complejidad de revertir un proceso de relocalización empresaria de la magnitud del que tuvo lugar hacia China como con la impredecibilidad que implicaría un accionar bélico contra los intereses de dicho país. En suma, si la globalización le puso límites al aislacionismo económico, la disuasión sigue haciendo lo propio con el intervencionismo militar.

Los últimos interrogantes sobre Estados Unidos se vinculan sobre su propio proceso eleccionario. El primero de ellos hace a la concreción misma del acto: ¿habrá elecciones el 3 de noviembre o la pandemia obligará a postergarlas? A sólo seis meses de los comicios y con la escalada actual de contagios, la probabilidad de esta alternativa no es para nada despreciable. En cualquier caso y ante la eventualidad de un triunfo de Joe Biden, las inquietudes que nos convocan son otras. ¿Volverá la política exterior de la Administración Obama encarnada en la figura de su exvicepresidente? ¿O la rivalidad con China se agigantó lo suficiente como para ser ya parte de uno de los pocos consensos existentes entre republicanos y demócratas? Tal vez como nunca en la historia reciente de los Estados Unidos las elecciones pongan en juego diferentes estrategias en este sentido. O tal vez no y ya sea demasiado tarde.

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