La Ruta Nacional 22 no es sólo una ruta: es una radiografía de la gobernabilidad argentina. Atraviesa Buenos Aires, La Pampa, Río Negro y Neuquén, conectando regiones, economías y discursos. Pero más que unir puntos en un mapa, expone las fracturas entre ellos.
Para quienes la transitamos con frecuencia, la Ruta 22 no es solo un camino: es un espejo de la Argentina. En su trazado —inconcluso, fragmentado y peligroso— se refleja la distancia entre las decisiones políticas y las condiciones reales de quienes habitamos el territorio.
Cada día, esta ruta traslada vidas en movimiento: estudiantes, trabajadores, turistas, familias. También la recorren los camiones que transportan el presente y el futuro energético del país: trépanos, tubos sin costura, arena, excavadoras, combustibles.
El tramo de autopista tiene unos 360 kilómetros entre la rotonda de Cipolletti y el límite con La Pampa. Pero no está completo: se interrumpe en varios puntos porque algunos intendentes creen que sus tierras perderían valor si se termina. Entonces perdemos todos.

Nos quedamos paralizados en la desidia de la no decisión, sobre una ruta sin puentes peatonales, donde niños deben cruzar para ir a la escuela y el tránsito pesado se mezcla con bicicletas, colectivos, motos, peatones… y perritos desorientados que mueren sin más.
En el Alto Valle, tres puentes unen Río Negro con Neuquén: el viejo, el nuevo y el tercero en Cinco Saltos. El más transitado —el puente viejo— tuvo un mantenimiento parcial en 2022, pero no recibe una intervención seria desde hace tiempo. Por allí pasan miles de autos y toneladas de materiales todos los días, sin rutas alternativas bien señalizadas ni iluminadas.
Las rutas
La Ruta Provincial 65, que recorre el Alto Valle, está a oscuras, sin banquina ni señalética. La Ruta 151, que bordea Neuquén y evita el puente viejo, también carece de iluminación y señalización. Más de una vez el GPS se pierde y obliga a hacer desvíos erráticos. Y, de yapa, camino hacia la 151 hay un bajo puente ferroviario donde, cada tanto, queda atascado algún camión demasiado alto.
Entre 2020 y 2023, solo en el tramo rionegrino de la Ruta 22 se registraron 79 muertes. Es una de las rutas más peligrosas del país. Mientras tanto, los discursos celebran a Argentina como una potencia energética.
Las cifras no hacen más que confirmar lo que se siente al manejarla: el discurso del desarrollo avanza más rápido que las decisiones que podrían hacerlo posible. Entre pozos, desvíos y penumbras, uno entiende que el problema no es la falta de recursos, sino la falta de pensamiento estratégico.

En el más promisorio corredor energético del país, que sostiene la promesa del desarrollo nacional, la Ruta 22 revela una paradoja: la Argentina que celebra su potencial productivo es la misma que posterga la infraestructura que lo haría viable. La gobernabilidad, en este paisaje, se mide menos por la cantidad de obras que por la capacidad de sostenerlas, mantenerlas y convertirlas en confianza pública.
Mientras tanto, Buenos Aires discute el metaverso y el recuento de votos, como si el país terminara en la General Paz. Pero el juego real —el que define el futuro energético y productivo de la Argentina— se está dando en Neuquén y Río Negro. Acá todavía hay margen, todavía hay posibilidad, pero falta pensamiento estratégico para consolidar ese crecimiento.
Sigue primando esa vieja certeza nacional: Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires. Porque aproximadamente el 44 % del electorado argentino (provincia + CABA) vive allí. Cómo viven, es otro tema.
Las obras
La Ruta 22 lo expresa con claridad: las obras no solo se construyen con cemento, sino también con coherencia institucional. Porque cada puente, cada cartel, cada luz encendida o apagada, no es solo una cuestión técnica: es una forma en que el Estado le habla a su ciudadanía. Y cuando esas señales se interrumpen, también se erosiona la confianza.
En economía del desarrollo, la confianza institucional no es una variable blanda: es la infraestructura invisible que sostiene cada camino, cada puente, cada promesa.
Tal vez la verdadera geografía del desarrollo sea esta: la distancia entre lo que decimos y lo que sostenemos. Porque el progreso no se construye con promesas, sino con planificación y, literalmente, con pavimento.





















